Felipe: Amigo de caballos

Felipe viene del griego Philippos, que a su vez está compuesto de dos palabras Philos e Hippos, y se traduce “amigo de caballos”.  Aún que todavía no lo sabía, desde la niñez me encantaron los caballos. Recuerdo que mi papá nos llevaba a visitar a mi abuelita en las más altas sierras de Cajabamba y allí, montábamos a caballo.  Al principio era difícil; no sabía si debía poner mi peso sobre el lomo del caballo, o sobre los estribos o ajustar las rodillas.  No llegué a ser un experto jinete, pero nunca perdía la oportunidad de darme una vueltita en el caballo, la yegua y hasta en burro.
Durante la adolescencia con los boy scouts teníamos muchas actividades campestres, en una oportunidad, el Jefe, don Julio Chinchayán, nos llevó a una caminata a un lugar cercano a San Pedro de Lloc, no recuerdo si era en Jatanca o Mazanca.  El conocía a alguien en el lugar y mientras se sentaron a conversar por un momento, nosotros aprovechamos para darnos vueltas en su caballo.  Cada uno tomaba su turno, y pronto me tocó a mí.  Estaba muy emocionado, tanto, que al subir no me percaté de poner bien los pies en los estribos antes que el caballo salga al galope.  Cuando intenté meter mi pie en el estribo izquierdo, me dí cuenta que, poco a poco, me iba deslizando hacia la izquierda y perdiendo el equilibrio.  Me incliné hacia adelante y me abrazé al cuello del caballo, pero seguía bajando hasta quedar colgado en el costado del caballo.  No recuerdo qué pasó por mi mente en aquel momento, sólo recuerdo haberme aferrado, por mi vida, a mi amigo, el caballo.  Pudo haber sido grave, pero el caballo, al fin, se detuvo y pude caerme graciosamente sin mucho daño.
Seguí participando de todas las actividades scouts; caminatas, fogatas, campamentos, competencias diversas, todos los fines de semana había algo diferente.  Pero, quizás, la actividad de la que guardo más recuerdos fue un campamento, algunos años después, en Lache.
Los dueños de la hacienda, la familia Dominguez, nos prestaron un lugar en su terreno para hacer el campamento.  Fue una semana llena de aventuras.  En el día, haciamos competencias de nudos, de aprender cosas de memoria, de cocinar, de prender fuego, etc.  En las noches hacíamos fogata, y cantábamos hasta quedarnos roncos… “Carrascal, carrascal, qué bonita serenata…”, “guin gan guli guli guli guli huacha, guin gan gu, guin gan gu…”, “yo soy scout, de corazón, acamparé, con emoción…” y muchas otras.  Y luego venían los cuentos de ultratumba, los chistes y tanta camaradería.  Temprano en la mañana, Yayo, el hijo de la familia Dominguez, me prestaba un caballo, y ambos ibamos a comprar el pan a un pueblo cercano (que ahora me imagino que sería el cruce San José).  Yayo era todo un profesional montando a caballo, yo no tanto, pero me defendía.
Una tarde, cuando no había muchas actividades, Yayo me dijo, ¿vamos a traer las vacas?  Nunca antes lo había hecho, no estaba seguro de qué se trataba, pero si algo sonaba como aventura yo siempre decía que sí.
El llevó un caballo y yo una yegua.  Nos alejamos del campamento, habíamos avanzado como unos diez minutos cuando Yayo me propuso una carrera.  Comenzamos a ir cada vez más rápido.  El camino se estrechó en un punto hasta donde sólo había espacio para un caballo, y el caballo de Yayo llegó primero.  La yegua topó ligeramente las ancas del caballo y éste se apoyó en las patas delanteras y soltó una tremenda patada con ambas patas posteriores.  La yegua se levantó en dos patas y evitó el golpe.  Yo inmediatamente me sentí mareado y comenzé a vomitar violéntamente.  No sabía qué pasaba, pero todo me daba vueltas.  Yayo, se dió cuenta que nos habíamos quedado atrás y regresó preguntándome ¿qué paso? ¿te mareaste montando a caballo?
No sé qué me pasa – contesté, puesto que no entendía lo que había pasado.  Seguí vomitando por algunos minutos.  Finalmente, me sentí un poco mejor y decidí continuar.  Al apoyar mis pies en los estribos para continuar pegué el peor grito de mi vida.  Aooooooo! sentí un dolor fuertísimo en la pierna y al mirarla me dí cuenta que se veía rara, y comprendí que la patada del caballo me había caído a mí.  Una vez más, me abrazé al cuello del caballo y avanzamos a paso de tortuga, puesto que cada movimiento del caballo era más doloroso que el anterior, de regreso al campamento.  Al llegar, los muchachos me ayudaron a bajar de caballo (no podía apoyar la derecha y si apoyaba la derecha no podía poner la izquierda en el suelo) y la sra. Dominguez me cortó el blue jean e intentó frotarme con una pasta negra que dijo que era buena, porque siempre le ponía a los caballos cuando se golpeaban!  Al tocar la rodilla, me dijo “hijo, creo que te rompiste la rodilla”.  El hueso estaba fuera de su lugar y desde ese entonces tengo dos rodillas.  Al día siguiente se acabó el campamento y regresamos a Pacasmayo.  Nunca olvidaré la cara de mi mamá cuando me bajaron del camión con la rodilla entablillada con dos maderas y una soga burda.
A veces pienso, si así me tratan mis amigos (los caballos) ¿qué puedo esperar de los enemigos?